En la estación ferroviaria Nikoláevskii se
encontraron dos amigos: uno gordo, el otro flaco. El gordo recién había
almorzado en la estación, y sus labios cubiertos de grasa brillaban como
cerezas maduras. Olía a jerez y a fleur d’orange. El flaco recién había
salido del vagón, y estaba cargado de maletas, hatillos y cajas de cartón. Olía
a jamonada y a borra de café. A su espalda asomaba una mujer delgada de
barbilla larga, su esposa, y un alto alumno de gimnasio con un ojo entornado,
su hijo.